Forward 2003 - 2009

Deleuze y el nuevo traje del emperador

por Antonio Sánchez Mateos

Ni siquiera los profesionales de la Filosofía y los teóricos en general con capaces de descifrarlo. Y, sin embargo, se cita... Pero lo más gracioso es que se admira a la gente que lo hace ¿Por qué? Ésta es la cuestión a dilucidar. Pues porque una cita de Deleuze da caché a un texto; porque el que cita comprende, o eso se supone. El que cita es el que es capaz de cambiar algo de contexto y, para hacer eso, hay primero que ser poseedor de la esencia de lo que se traslada de un lugar a otro; de lo contrario lo citado corre el riesgo de disolverse en sus formas. De manera que el citador de Deleuze aparece para el lector como un guía capaz de alumbrarlo en su exploración por las tinieblas del universo deleuziano. Gracias a él sabe que lo que dice el francés tiene sentido y que hay alguien que es capaz de comprenderlo de hacerlo comprender a los demás. Al individuo que hace esto se le supone un plus en su capacidad intelectual. Aunque, claro, estas circunstancias son aprovechadas por muchos (la mayoría) para intentar forjarse una reputación que, saben, les viene grande.

Pero no critiquemos sólo a los espabilados que utilizan el buen nombre de Deleuze ( o de Derrida, Heidegger, Nietzsche...) para presumir de dotes intelectuales; juzguémonos también a nosotros mismos que nos dejamos cautivar por la licencia del astuto autor, fortaleciéndola con nuestra ignorante aquiescencia, como en el cuento El nuevo traje del emperador, en el que nadie se atreve a decir que no ve un traje invisible por temor a ser considerado tonto. En el relato el emperador del reino manda a hacerse un traje, el más original que se haya visto jamás; el proyecto elegido es el de un desconocido modisto que dice que le hará el traje más maravilloso del mundo; tan maravilloso era que sólo podrían verlo los individuos inteligentes. Cuando pasó un tiempo, el emperador empezó a sentir curiosidad por ver como iba su nuevo traje, en el que tan grande suma de dinero había invertido; ansioso, manda a uno de sus hombres de confianza a espiar al modisto, pero este, que no ve traje alguno, por temor a ser tomado por estúpido, le envía informes muy positivos a su emperador acerca del proceso de elaboración del traje y de su belleza. Más adelante el emperador vuelve a sentirse inquieto por la tardanza del modisto y envía a su Primer y Segundo Ministros con idéntico resultado. Cuando llega la hora de probarse el traje el mismo emperador tampoco lo ve, aunque se deshace en elogios ante el modisto y le promete que se lo pondrá para la próxima ceremonia oficial para exhibirlo ante el pueblo. Ni que decir tiene que nadie osó poner de manifiesto que el emperador iba en bolas, salvo un niño pequeño...

En lo que nos atañe, y dentro de las varias reflexiones que estallan a partir de este cuento, podríamos tomar a los escritos de Deleuze como el maravilloso traje que nadie ve/entiende (trabajando con la milenaria metáfora del conocimiento asociado al sentido de la vista.) , el modisto es el listo que lo cita, mientras que el resto somos los que fingimos entender algo de lo que se dice/ve. El niño es cualquiera que diga con claridad que no entiende nada de lo que escribe ese tipo.

* * *

Pero, veamos, ¿dicen algo realmente Deleuze y los autores crípticos como él?, ¿dicen algo pero sería mejor y más fácil decirlo de otro modo?, ¿o caso estriba el interés de lo que dicen precisamente en el modus enigmático de decirlo, más que en el contenido?, y sobre todo, ¿estamos siendo demasiado duros con ellos?

Pues bien, un tal Rudolf Carnap seguramente diría que no dicen nada de nada, que sus proposiciones son contradictorias y caen en el absurdo (non sense) en sentido lógico (Carnap, De la superación de la metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje). Un Ortega y Gasset o un Gadamer manifestarían una postura más condescendiente pero no exenta de crítica, a saber, "dicen algo, pero algo que podría ser perfectamente expresado de otra manera con palabras más sencillas". Por último, el recientemente fallecido Jacques Derrida, al que se suele incluir en el mismo saco que a Deleuze, Heidegger, Foucault y los llamados estructuralistas, y los posmodernos, autores en sus mayoría crípticos, objeto de nuestra reflexión, contestaría a la misma pregunta de un modo radicalmente distinto, que se corresponde con la tercera de las preguntas que enunciamos al comienzo de este epígrafe, esto es, se dice algo y se dice de una manera determinada, que es tan importante como lo que se dice.

De esta manera contraatacan dialécticamente los autores cuyos modos han sido puestos en la picota. En primer lugar, en respuesta a los autores radicalmente logicistas, al modo de Carnap o el primer Wittgenstein, se pone de manifiesto que el valor y el contenido de un texto no radican en su traducción a fórmulas lógicas expresadas en términos de verdadero/falso, válido/no válido, consistente/inconsistente o "con sentido"/absurdo, sino que va más allá que eso, más allá de un tipo de lenguaje que puede "ser válido" para expresar enunciados matemáticos, físicos o lógicos, escapándosele el resto de la infinidad de tipos y modos de enunciados que puede haber y hay.

Frente al lenguaje árido y preciso de los analíticos, un Derrida o un Deleuze defienden su lenguaje confuso, impreciso, lleno de altibajos y contradicciones, de una florida emanación, chorreante de ideas opacas; y ahí, en esa manera de expresarse tan variopinta es donde se fundamenta su discurso.

En efecto, podemos decir lo dicho de otra manera y seguir siendo el contenido de lo dicho lo mismo, podría haber opinado nuestro hipotético Ortega; sin embargo, al hacerlo, caemos en el mismo error en el que caían los analíticos: estamos reduciendo el discurso de nuevo a su contenido epistémico, al saber que nos aporta después de haberlo leído, aunque, eso sí, en un sentido más amplio, ya que el saber para Ortega era un concepto bastante más abierto que para los analíticos).

Y no es así como quieren los autores a lo Derrida o Deleuze que los entendamos. No se puede leer un texto de ellos del mismo modo en que hacemos lo propio con uno de Carnap o de Ortega, de Quine o de Gadamer. En el de Quine, por ejemplo, se expone claramente lo que se va a hacer y se argumenta en consecuencia, en el de Gadamer se plantean problemas y se reflexiona en torno a ellos con un lenguaje claro y abierto, mientras que en Derrida, Deleuze o Heidegger puede uno partirse la cabeza dándole vueltas al tema sin conseguir sacar nada en claro. Y es ahí donde puede estar la oscura incógnita desnuda y llena de sabor. Quizá no se trate de leer para saber, ni de leer para comprender (Gadamer), ni de saber para dominar (Bacon, Comte), ni de saber para emanciparse (gnósticos, Kant, Rousseau, Marcuse), sino, más bien, de leer para darle vueltas a las cosas y abrir nuevos campos de reflexión con nuevas preguntas (Heidegger), o de decir cosas viejas con nuevas palabras (Derrida, Vattimo), o con palabras en otro idioma (Derrida, Ortega, Heidegger...), o de hacer una arqueología del saber (Foucault), o quizá de deconstruir el lenguaje (Derrida) y zambullirse en el contenido y la forma de una expresión explorando sus colindancias. Quizá el reto esté en la reflexión propia, en la propia disipación de las oscuridades, o en la asunción de las mismas y en el ejercicio retórico que el autor nos propone. Tal vez sean sólo unos grandes contadores de patrañas envueltas en bellos ropajes lingüísticos. Tal vez no. Cada uno lo juzgue como quiera.

Índice